Una vida plena
Por: Julián Varsavsky
El martes murió Lilia Ferreyra, editora periodística en este diario y la última compañera de Rodolfo Walsh, con quien estuvo en la primera línea durante los años de fuego y fuera coprotagonista de luchas, victorias y derrotas.
“Tuve una vida plena”, me dijo hace un tiempo, estando sentados en el living de su casa, frente a un cuadro con la foto de su gran amor, portando sombrero campesino en Cuba. Al lado estaba la foto de ella con Néstor Kirchner, saludándola en la inauguración del Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex ESMA), donde también trabajaba. En la biblioteca estaban los libros en inglés de Rodolfo, salvados del saqueo en la casa de San Vicente, y otra foto del gran periodista argentino haciendo la “entrevista más corta de su vida” a Ernest Hemingway. Lo abordó en el aeropuerto de La Habana, cuando el escritor norteamericano iba a tomar un avión, preguntándole qué pensaba de la reciente invasión a Cuba en Bahía de Cochinos. La respuesta con acento yanqui fue: “No-sotros los cubanos vamos a ganar”.
En su living, Lilia había hecho levantar el suelo con una tarima de madera junto a la ventana, para poder sentarse en su sillón mirando un fragmento del Río de la Plata desde la 9 de Julio. Esa era su posible conexión –decía– con Rodolfo: el río. Sentada allí escuchaba las Variaciones Goldberg de Bach por Glenn Gould y la trompeta de Miles Davis en Kind of Blue, con sus dos gatos anarquistas a los pies.
“En esta casa los gatos hacen lo que quieren”, decía. A tal punto que comían de su propio plato sobre la mesa a la hora de la cena (y del de los invitados). Pepito, un dictador antes que un anarquista, abría la heladera con sus garras, se servía lo que quería y hasta se daba el gusto de romper el plato contra el suelo con total impunidad, otorgada por su dueña. Eran las reglas de la casa.
En ese living me contó sobre el día en que los citaron a Rodolfo y a ella en el Hotel Nacional de La Habana y los recibió Fidel. Y sobre el vuelo en bimotor desde La Habana a Praga. Al regreso de Praga, ella propuso parar en Barcelona y visitar a García Márquez, con quien Rodolfo había fundado Prensa Latina. Pero su enigmática respuesta fue: “No, ya es muy famoso”.
De aquellos tiempos violentos le quedaba, como por instinto, la costumbre de caminar en sentido contrario al tránsito de los autos, para que nunca la sorprendieran por atrás.
Cuando le desaparecieron a Rodolfo se mantuvo estoica: la menor debilidad le habría costado la vida. No se permitió ni una lágrima en los primeros días. Le llevó tiempo contactarse con quien la sacaría del país y se quedó sola en la calle, con las bestias al acecho. Voló a Manaos y a México, donde la esperaba Nicolás Casullo. Y una vez a salvo sí, se derrumbó de rodillas, se desahogó.
Cuando condenaron a los asesinos de Rodolfo ella imaginó un diálogo con él, “imposible porque trasciende la muerte”, en el que habría querido decirle “no pudieron con vos”. Soñaba con encontrar el último cuento de Walsh –“Juan se iba por el río”– que le robaron en el allanamiento: “En algún lado tiene que estar, tiene que estar....”, repetía.
En vez de doblegarse ante la tragedia, militó toda su vida, atenta hasta su último día casi al devenir político del país, a sabiendas de que ella ya no iba a estar, siempre solidaria pero resistiéndose a que la ayudaran. –Rodolfo me dijo una vez: “Todo esto que hacemos está pensado a una escala de 30 años”. Y cuando Néstor Kirchner llegó a la Presidencia entendí aquel pensamiento estratégico, porque fue más o menos ése el tiempo que nos llevó llegar al poder para cambiar la realidad, en otro contexto, pero fue así –me contó hace poco mientras miraba el río.
Otra vez, cenando en su casa, me aclaró: “Estás comiendo en una mesita histórica: sobre este fieltro verde se escribió la famosa Carta Abierta a la Junta Militar”. Y agregó que ellos nunca habían imaginado la trascendencia que tendría después su obra ni que se la estudiaría en las universidades del mundo por décadas, o que se harían tesis y libros, conferencias y cátedras.
Durante su compleja convalecencia me dijo: “Algo que tuvimos claro en los ’70 era que no podíamos rendirnos nunca; cuando la mataron a Vicky Walsh, Rodolfo estuvo mal varios días. Pero un día se levantó y se puso a escribir como endemoniado, evitando que la tristeza lo paralizara”. Y Lilia tomaba eso de ejemplo en su circunstancia reciente. Al enfermarse se encerró a batallar por tres años sin bajar los brazos, como la mujer dura que era, rebelde y angelical. Después de dos años de aislamiento, me llamó conmovida e identificada por la enfermedad en común, el día que murió Hugo Chávez, para retomar nuestro contacto.
Lilia enfrentó con hidalguía la batalla más tremenda de su vida, la que no se gana nunca. Se fue con elegante discreción, a su estilo orgulloso, sin querer llamar la atención. Una parte importante se le había ido con Rodolfo, aunque no pudieran con ella. La lastimaron en lo más profundo y soportó ese dolor permanente el resto de su vida, desde la juventud. Pero con ella fallaron. Los militares la esperaron hasta 15 minutos antes de su llegada, ocultos en la casita sin luz de San Vicente, donde la pareja vivía disfrazada de ancianos. Y se les escapó casi delante de sus narices. Habrían querido desollarla viva, pero se quedaron con la sed y la frustración. A la larga, esa mujer delgada con voz bajita, de aspecto frágil como una ardilla pero con espíritu de leona, los hizo meter en una jaula al Tigre Acosta y a Astiz, como querellante en la causa ESMA. Desde ese día comenzó a dormir más alivianada, con otra plenitud.
Adiós, compañera
Por: Marta Dillon
Se ha muerto Lilia Ferreyra; los ojos de una testigo de nuestro tiempo se han cerrado. Sus ojos, que vieron el horror y la resistencia, que se ilusionaron en los últimos años con la recuperación de la palabra y la militancia, esos ojos ya no ven, ya no están y en ese silencio y esa oscuridad algo de nuestra historia común se repliega como si el pasado amenazara con tragarse ese presente que se grita cuando se nombra a los que se llevaron.
Era la última compañera de Rodolfo Walsh, eso dicen ahora, a la hora de escribir unas palabras urgentes, las notas que pueden rastrearse en la web, el escueto obituario que se le dedica mientras su cuerpo viaja a la Biblioteca Nacional donde fue velado entre amigas y amigos, sobrevivientes como ella a la noche más oscura de la historia argentina. Pero era más que eso, Lilia era periodista, gremialista, integrante de la Juventud de Trabajadores Peronistas, era una mujer alegre que bailaba el tango como ninguna, que lloraba por su compañero desaparecido, pero clamaba por su obra robada, sus últimos papeles, los que ella ayudó a transcribir, los que rodeaban la cama donde las mejores noches de amor y sexo se acunaron al filo del miedo y de la muerte.
Sus ojos claros se dejaban encandilar por el mar. El exilio en México, después de un breve paso por Brasil, la había devuelto a su amor por la arena y las olas en esos años en que su corazón en carne viva apenas podía escuchar el primer acorde del “Otoño Porteño”, de Piazzolla, porque ésa era la música melancólica que sonaba una y otra vez cuando la clandestinidad la mantenía a ella y al inmenso escritor y periodista que fue su compañero encerrados entre cuatro paredes prestadas. Con Walsh habían planeado una quinta con lechugas y bordeada de álamos en el Tigre; a su lado supo de la pérdida inminente mientras él fraguaba la Carta abierta a la Junta Militar, que fue su último acto.
Ella sobrevivió, era una sobreviviente, aferrada a su cigarrillo como si fuera su única compañía, refugiada en el último escritorio de la redacción, envuelta en sus pensamientos pero sin dejar nunca de intervenir en las asambleas, solidaria y dispuesta a dejarse tender la mano. Ilusionada con un proceso político que la había llevado, justamente a ella, que había perdido lo que más quería en las catacumbas de la ESMA, a soñar con un proyecto de museo, de memoria y de recuperación histórica de ese predio como representante del Estado Nacional en el Ente Tripartito que dirigió el lugar. No fue sin costo, no fue sin discusiones, aunque ella disfrutaba de haber vuelto a manejar, comprarse un auto con el que había ganado independencia para ir y venir de su oficio de periodista a su compromiso político, su compromiso como testiga, su corazón combativo. No quería ser sólo la viuda de Walsh, aunque eso sea lo primero que se anote de ella, aunque aquel amor haya sido tan refulgente que opacaba todo lo que siguió después. Aun así se animaba, iba a fiestas cruzando generaciones y volvía a sacarle viruta al piso y vale la frase anacrónica para honrar su esmerado estilo de tango que se reconvertía en cualquier otro ritmo.
Trabajó en La Opinión y en este diario, clamó por justicia en la causa ESMA, asistió a Carta Abierta, puso el cuerpo cuando en 2008 la disputa por las retenciones a la elite agropecuaria empezó a polarizar los ánimos. Después fue debilitándose, su cuerpo ya no la acompañó para nuevas aventuras, pero fue tenaz en la resistencia como lo fue en los años de sangre y fuego.
Murió Lilia Ferreyra, sus ojos testigos se han cerrado, la noche es más oscura esta semana, aunque la luna esté creciendo al principio de abril porque cada vez que una testiga muere el pasado parece un animal de fauces abiertas que nos deja, a todos y a todas, un poco más solas.
Fuente: PáginaI12
Ver anterior: Lilia Ferreyra 1945 - 2015
Por: Julián Varsavsky
El martes murió Lilia Ferreyra, editora periodística en este diario y la última compañera de Rodolfo Walsh, con quien estuvo en la primera línea durante los años de fuego y fuera coprotagonista de luchas, victorias y derrotas.

En su living, Lilia había hecho levantar el suelo con una tarima de madera junto a la ventana, para poder sentarse en su sillón mirando un fragmento del Río de la Plata desde la 9 de Julio. Esa era su posible conexión –decía– con Rodolfo: el río. Sentada allí escuchaba las Variaciones Goldberg de Bach por Glenn Gould y la trompeta de Miles Davis en Kind of Blue, con sus dos gatos anarquistas a los pies.
“En esta casa los gatos hacen lo que quieren”, decía. A tal punto que comían de su propio plato sobre la mesa a la hora de la cena (y del de los invitados). Pepito, un dictador antes que un anarquista, abría la heladera con sus garras, se servía lo que quería y hasta se daba el gusto de romper el plato contra el suelo con total impunidad, otorgada por su dueña. Eran las reglas de la casa.
En ese living me contó sobre el día en que los citaron a Rodolfo y a ella en el Hotel Nacional de La Habana y los recibió Fidel. Y sobre el vuelo en bimotor desde La Habana a Praga. Al regreso de Praga, ella propuso parar en Barcelona y visitar a García Márquez, con quien Rodolfo había fundado Prensa Latina. Pero su enigmática respuesta fue: “No, ya es muy famoso”.
De aquellos tiempos violentos le quedaba, como por instinto, la costumbre de caminar en sentido contrario al tránsito de los autos, para que nunca la sorprendieran por atrás.
Cuando le desaparecieron a Rodolfo se mantuvo estoica: la menor debilidad le habría costado la vida. No se permitió ni una lágrima en los primeros días. Le llevó tiempo contactarse con quien la sacaría del país y se quedó sola en la calle, con las bestias al acecho. Voló a Manaos y a México, donde la esperaba Nicolás Casullo. Y una vez a salvo sí, se derrumbó de rodillas, se desahogó.
Cuando condenaron a los asesinos de Rodolfo ella imaginó un diálogo con él, “imposible porque trasciende la muerte”, en el que habría querido decirle “no pudieron con vos”. Soñaba con encontrar el último cuento de Walsh –“Juan se iba por el río”– que le robaron en el allanamiento: “En algún lado tiene que estar, tiene que estar....”, repetía.
En vez de doblegarse ante la tragedia, militó toda su vida, atenta hasta su último día casi al devenir político del país, a sabiendas de que ella ya no iba a estar, siempre solidaria pero resistiéndose a que la ayudaran. –Rodolfo me dijo una vez: “Todo esto que hacemos está pensado a una escala de 30 años”. Y cuando Néstor Kirchner llegó a la Presidencia entendí aquel pensamiento estratégico, porque fue más o menos ése el tiempo que nos llevó llegar al poder para cambiar la realidad, en otro contexto, pero fue así –me contó hace poco mientras miraba el río.
Otra vez, cenando en su casa, me aclaró: “Estás comiendo en una mesita histórica: sobre este fieltro verde se escribió la famosa Carta Abierta a la Junta Militar”. Y agregó que ellos nunca habían imaginado la trascendencia que tendría después su obra ni que se la estudiaría en las universidades del mundo por décadas, o que se harían tesis y libros, conferencias y cátedras.
Durante su compleja convalecencia me dijo: “Algo que tuvimos claro en los ’70 era que no podíamos rendirnos nunca; cuando la mataron a Vicky Walsh, Rodolfo estuvo mal varios días. Pero un día se levantó y se puso a escribir como endemoniado, evitando que la tristeza lo paralizara”. Y Lilia tomaba eso de ejemplo en su circunstancia reciente. Al enfermarse se encerró a batallar por tres años sin bajar los brazos, como la mujer dura que era, rebelde y angelical. Después de dos años de aislamiento, me llamó conmovida e identificada por la enfermedad en común, el día que murió Hugo Chávez, para retomar nuestro contacto.
Lilia enfrentó con hidalguía la batalla más tremenda de su vida, la que no se gana nunca. Se fue con elegante discreción, a su estilo orgulloso, sin querer llamar la atención. Una parte importante se le había ido con Rodolfo, aunque no pudieran con ella. La lastimaron en lo más profundo y soportó ese dolor permanente el resto de su vida, desde la juventud. Pero con ella fallaron. Los militares la esperaron hasta 15 minutos antes de su llegada, ocultos en la casita sin luz de San Vicente, donde la pareja vivía disfrazada de ancianos. Y se les escapó casi delante de sus narices. Habrían querido desollarla viva, pero se quedaron con la sed y la frustración. A la larga, esa mujer delgada con voz bajita, de aspecto frágil como una ardilla pero con espíritu de leona, los hizo meter en una jaula al Tigre Acosta y a Astiz, como querellante en la causa ESMA. Desde ese día comenzó a dormir más alivianada, con otra plenitud.
Adiós, compañera
Por: Marta Dillon
Se ha muerto Lilia Ferreyra; los ojos de una testigo de nuestro tiempo se han cerrado. Sus ojos, que vieron el horror y la resistencia, que se ilusionaron en los últimos años con la recuperación de la palabra y la militancia, esos ojos ya no ven, ya no están y en ese silencio y esa oscuridad algo de nuestra historia común se repliega como si el pasado amenazara con tragarse ese presente que se grita cuando se nombra a los que se llevaron.
Era la última compañera de Rodolfo Walsh, eso dicen ahora, a la hora de escribir unas palabras urgentes, las notas que pueden rastrearse en la web, el escueto obituario que se le dedica mientras su cuerpo viaja a la Biblioteca Nacional donde fue velado entre amigas y amigos, sobrevivientes como ella a la noche más oscura de la historia argentina. Pero era más que eso, Lilia era periodista, gremialista, integrante de la Juventud de Trabajadores Peronistas, era una mujer alegre que bailaba el tango como ninguna, que lloraba por su compañero desaparecido, pero clamaba por su obra robada, sus últimos papeles, los que ella ayudó a transcribir, los que rodeaban la cama donde las mejores noches de amor y sexo se acunaron al filo del miedo y de la muerte.
Sus ojos claros se dejaban encandilar por el mar. El exilio en México, después de un breve paso por Brasil, la había devuelto a su amor por la arena y las olas en esos años en que su corazón en carne viva apenas podía escuchar el primer acorde del “Otoño Porteño”, de Piazzolla, porque ésa era la música melancólica que sonaba una y otra vez cuando la clandestinidad la mantenía a ella y al inmenso escritor y periodista que fue su compañero encerrados entre cuatro paredes prestadas. Con Walsh habían planeado una quinta con lechugas y bordeada de álamos en el Tigre; a su lado supo de la pérdida inminente mientras él fraguaba la Carta abierta a la Junta Militar, que fue su último acto.
Ella sobrevivió, era una sobreviviente, aferrada a su cigarrillo como si fuera su única compañía, refugiada en el último escritorio de la redacción, envuelta en sus pensamientos pero sin dejar nunca de intervenir en las asambleas, solidaria y dispuesta a dejarse tender la mano. Ilusionada con un proceso político que la había llevado, justamente a ella, que había perdido lo que más quería en las catacumbas de la ESMA, a soñar con un proyecto de museo, de memoria y de recuperación histórica de ese predio como representante del Estado Nacional en el Ente Tripartito que dirigió el lugar. No fue sin costo, no fue sin discusiones, aunque ella disfrutaba de haber vuelto a manejar, comprarse un auto con el que había ganado independencia para ir y venir de su oficio de periodista a su compromiso político, su compromiso como testiga, su corazón combativo. No quería ser sólo la viuda de Walsh, aunque eso sea lo primero que se anote de ella, aunque aquel amor haya sido tan refulgente que opacaba todo lo que siguió después. Aun así se animaba, iba a fiestas cruzando generaciones y volvía a sacarle viruta al piso y vale la frase anacrónica para honrar su esmerado estilo de tango que se reconvertía en cualquier otro ritmo.
Trabajó en La Opinión y en este diario, clamó por justicia en la causa ESMA, asistió a Carta Abierta, puso el cuerpo cuando en 2008 la disputa por las retenciones a la elite agropecuaria empezó a polarizar los ánimos. Después fue debilitándose, su cuerpo ya no la acompañó para nuevas aventuras, pero fue tenaz en la resistencia como lo fue en los años de sangre y fuego.
Murió Lilia Ferreyra, sus ojos testigos se han cerrado, la noche es más oscura esta semana, aunque la luna esté creciendo al principio de abril porque cada vez que una testiga muere el pasado parece un animal de fauces abiertas que nos deja, a todos y a todas, un poco más solas.
Fuente: PáginaI12
Ver anterior: Lilia Ferreyra 1945 - 2015